jueves, 8 de noviembre de 2012

ENTREVISTA AL PROFESOR MIGUEL ÁNGEL BELTRÁN VILLEGAS “El único inamovible sobre la mesa debe ser la superacion definitiva del conflicto armado y social”

 “Creo en el diálogo como una salida política al actual conflicto armado y social. El éxito del proceso de paz que se adelanta en este momento dependerá no sólo de los compromisos asumidos por las partes, sino también de la necesaria participación e impulso de amplios sectores de la sociedad colombiana”.


Luego del inicio de los diálogos entre el Gobierno y las FARC, Miguel Ángel Beltrán, profesor de la Universidad Nacional que permaneció dos años en la Cárcel Modelo, acusado de pertenecer a ese grupo guerrilero, habla sobre su proceso judicial, el conflicto armado y el proceso de negociación.

Por: Juan David Ortiz Franco
        Juanda2107@hotmail.com

Se hacía pasar por ‘Jaime Cienfuegos’, su nombre es Miguel Ángel Beltrán Villegas, profesor de sociología dedicado al terrorismo”. Esas fueron las palabras de Álvaro Uribe Vélez, entonces presidente de Colombia, durante un Consejo Comunitario de Gobierno en Leticia, el 23 de mayo de 2009.

Un día antes la DIJIN presentaba como miembro de las FARC a un hombre que llegaba deportado desde México; llevaba un tapabocas, un chaleco antibalas y una mochila. Miguel Ángel Beltrán tenía entonces 46 años, era profesor de la Universidad Nacional de Colombia y, de la estancia postdoctoral que cursaba en la Universidad Nacional Autónoma de México, pasó a estar recluido en una cárcel acusado de los delitos de rebelión y concierto para delinquir agravado.

Desde el pabellón de Alta Seguridad de la Cárcel Nacional Modelo escribió una carta a sus padres donde resume sus posturas y deja ver al hombre detrás de las ideas: “Mis queridos viejos, pueden sentirse felices de que su hijo esté hoy sentado en el estrado de los acusados no por asesino y corrupto, sino por defender los ideales de justicia y libertad que ustedes me inculcaron de niño y que llevo en mi corazón como el más preciado tesoro que me ha regalado la vida. Por eso, si este tribunal que hoy me juzga me llegase a condenar, asumiré con firmeza y dignidad su fallo, porque me anima la convicción de miles de hombres y mujeres que soñamos con otra Colombia posible”.

Pasadas las 6:30 de la tarde del martes 7 de junio de 2011, luego de dos años de reclusión, Miguel Ángel Beltrán salió de la Cárcel Modelo. En el grupo que lo esperaba estaban algunos de sus compañeros y estudiantes de la Universidad Nacional. Unos días antes, el Juzgado Cuarto Penal del Circuito Especializado de Bogotá lo absolvió de los cargos que se le imputaban y ordenó su libertad.

En el momento de su captura, ¿qué representaba para el Gobierno colombiano hacer pública la imagen de un profesor universitario vinculado con las FARC?
Es importante aclarar que no se trató de una “captura”, sino de un secuestro que se realizó de manera bilateral entre Colombia y México, violando no sólo mis derechos fundamentales sino tratados internacionales, pues en ese momento me encontraba de manera legal en la ciudad de México, desarrollando una estancia posdoctoral por invitación del Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la Universidad Nacional Autónoma de México y amparado por la figura de una comisión de estudios que me otorgó la Universidad Nacional de Colombia. El propósito del Gobierno en ese momento, era demostrar que las universidades públicas estaban siendo infiltradas por la guerrilla y de esta manera, tratar de deslegitimar las expresiones de oposición crítica a su política de seguridad democrática, haciéndolas ver como aliadas con el “terrorismo”.

Hay algo sobre su proceso de lo que muy poco se conoce. Tiene que ver con la forma en que evolucionaba su defensa antes de que la Corte Suprema de Justicia declarara la nulidad de las pruebas encontradas en los computadores de ‘Raúl Reyes’. ¿Qué ocurría con su proceso en ese momento?
Mi proceso judicial se encontraba en su fase final. Esto quiere decir que mi libertad no fue producto de esa acertada decisión de la Corte, sino de la valoración que hizo la juez de las “pruebas” presentadas durante los más de dos años en que se prolongó el juicio, tal como quedó claro en el fallo absolutorio. Entre muchas otras inconsistencias se decía, por ejemplo, que como parte de la Comisión Internacional de las FARC, me había reunido con integrantes de esta organización en Cuba, cuando jamás he viajado a este país como pudo corroborarse a través de mis registros migratorios. Pero no sólo eso, hubo también testimonios como el de un ciudadano mexicano, pagado por el DAS, que realizó seguimientos durante mi estancia en México y cuyo informe concluía que yo no tenía ningún nexo con las FARC. Aunque la juez se negó a admitir esta prueba por la imposibilidad de esta persona de hacer presencia física en el juicio, era claro que se trató de un montaje judicial en mi contra.

¿Cómo avanza su proceso disciplinario en la Procuraduría?
El proceso disciplinario iniciado por el actual procurador Alejandro Ordoñez sigue su camino utilizando precisamente las mismas pruebas que ya fueron superadas en el proceso judicial. Además de ello, la Procuraduría no brinda las garantías de objetividad y autonomía requeridas, pues a lo largo del juicio, la representante del Ministerio Público demostró su clara parcialidad en mi contra. Actualmente, la Procuraduría, en una abierta violación a la libertad de pensamiento y de cátedra, ha pedido a las directivas de la Universidad Nacional que informen sobre mi participación en conferencias, cursos, seminarios nacionales e internacionales, así como sobre mis artículos y ponencias publicadas o no.

¿Cuáles son sus condiciones de seguridad en este momento?
Son delicadas. Ha habido hostigamientos, seguimientos, hurtos en mi lugar de residencia e incluso he sido informado de un plan para asesinarme. La situación llegó a un punto crítico y, pese a mi decisión de continuar con mis clases e investigaciones en la Universidad, tuve que abandonar el país, y a la fecha, el Estado colombiano no ha podido brindarme las condiciones de seguridad para retornar.

¿Qué cambió en su vida de profesor universitario luego de ese proceso?
El contacto con mis estudiantes, mis colegas y, en general, con la dinámica universitaria para mí es fundamental. Desafortunadamente, ésta se ha visto sensiblemente afectada por mi imposibilidad de retornar a la Universidad, lo que me ha obligado a desarrollar mi actividad académica en otros espacios universitarios.

¿Existe en la universidad colombiana un ambiente propicio para la opinión?
Mi percepción es que los espacios de expresión en las universidades se han restringido notablemente. Por un lado, como consecuencia de los factores asociados con la agudización del conflicto armado y social (claro ejemplo de ello es el asesinato del sociólogo Alfredo Correa, por sus comprometidas investigaciones sobre desplazamiento forzado y, más  recientemente, el exilio académico del profesor Renán Vega, Premio Libertador al Pensamiento Crítico, quien tuvo que abandonar el país por amenazas contra su vida); pero por otro lado, también, debido al control que sobre ella ejerce una burocracia tecno académica, de corte autoritario, que pretende transformar la universidad obedeciendo a esquemas que no responden a las necesidades de nuestra sociedad; donde la agenda académica e investigativa está determinada, cada vez más, por las lógicas del mercado; donde la obtención de puntos salariares se impone sobre la producción de conocimiento y  donde la actividad gremial y sindical es sistemáticamente perseguida y estigmatizada.

¿Cuál podría ser el propósito de adelantar una persecución en contra de la academia y las universidades?
La universidad ha sido un espacio para el conocimiento independiente y para el ejercicio del pensamiento crítico, eso no es funcional para una visión hegemónica de sociedad, basada en la explotación y la inequidad social y que impone el mercado como principio rector.

¿Cuáles cree que son los principales problemas de la universidad colombiana?
Son muy variados, y considero que las movilizaciones universitarias de estos últimos años los han puesto claramente sobre el tapete. Para empezar, están las dificultades de hacer investigación  en medio de un conflicto interno que sacude al país y que han convertido el campus universitario en escenario de guerra: la creciente militarización de sus predios y las agresiones y amenazas contra los miembros de la comunidad universitaria son expresiones de este fenómeno. Está, también, el tema financiero en un país donde la inversión para la guerra crece día a día, mientras el presupuesto para la educación superior, en el mejor de los casos, se mantiene constante cuando no se recorta. A estos problemas se suman los de
una universidad cada vez más encerrada en sí misma, que ha perdido su responsabilidad social para ponerse al servicio de las élites y que busca homogeneizar el conocimiento, antes que reconocer la diversidad cultural e incorporar otros saberes populares y ancestrales. Las propuestas de reforma a la educación superior, de la mano con las políticas neoliberales, solo han contribuido a agudizar estos problemas, tratando de hacer una universidad “más competitiva” que asume la educación y la investigación como una mercancía.

Luego de su absolución, ¿qué opinión le merece el aparato judicial colombiano?
Si bien en el proceso que se me adelantó triunfó la justicia al ser absuelto de los delitos de rebelión y terrorismo, tras permanecer más de dos años privado de mi libertad, la opinión que me llevo es que estamos ante un aparato altamente politizado, donde permanentemente se violan las garantías procesales de los sindicados, se favorece a quienes tienen poder político y económico, y se estimula la autoincriminación del acusado.

¿Para qué sirve la discusión sobre el concepto de terrorismo?
El “terrorismo” como concepto ha perdido las connotaciones socio-históricas que tuvo en sus inicios, durante la segunda mitad del siglo XIX. Actualmente, y tras los ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono, el gobierno de los Estados Unidos hizo de él un instrumento de persecución contra todos aquellos que disienten de las políticas imperiales y se oponen al pensamiento hegemónico. Política que fue seguida por otras naciones del mundo. En Colombia, ha servido para estigmatizar a la oposición política y social, desviando la responsabilidad del Estado y sus élites en la inequidad estructural.

¿Qué representan en la actualidad organizaciones insurgentes como las FARC y el ELN?
Son expresiones de resistencia política y social que han encontrado en la lucha armada el camino para hacer valer sus derechos políticos, económicos y sociales, ante la sistemática violación de los mismos por parte del Estado, y frente a un régimen político que ha impedido su participación en el juego democrático.

¿Hay terrorismo en Colombia?
Si de algún terrorismo se puede hablar en el país, es de un “terrorismo de Estado”, que ha recurrido a la utilización sistemática de la violencia, bien sea a través de sus aparatos represivos o sus grupos ilegales como los paramilitares, para perseguir y eliminar la oposición política y social. El exterminio perpetrado contra la Unión Patriótica, que en el lapso de 15 años segó la vida de más de 3 mil militantes, es una prueba fehaciente de esta política que ha mantenido a la población colombiana en un estado de permanente terror.

Entonces, para usted, en el caso colombiano, ¿el término terrorismo es válido exclusivamente para referirse a algunas actuaciones del Estado? ¿Los efectos que tienen origen en las acciones de la insurgencia son “daños colaterales”?
La discusión sobre el concepto de “terrorismo” nos remite al accionar de los populistas
rusos que, en la segunda mitad del siglo XIX, lo asumieron como arma política para enfrentar el autoritarismo del régimen zarista. En este sentido histórico y sociológico, la guerrilla colombiana, por su concepción política e ideológica, no puede calificarse como una organización terrorista. Ahora bien, si se entiende por “terrorismo” el hecho de que algunas de sus acciones afecten a la población civil o la infraestructura económica, yo diría que las insurgencia armada comete acciones que, desde este punto de vista, podrían ser calificadas de “terroristas”, pero que además de no obedecer a una política sistemática, ocurren en el contexto de un conflicto armado y social que se ha prolongado y escalonado en estas cuatro décadas. Diferente es la responsabilidad de un Estado que, teniendo el monopolio de las armas, utiliza la violencia de manera recurrente para amedrentar a la población y conseguir su obediencia. En este caso, estamos hablando claramente de un “terrorismo de Estado”, con rasgos similares a los que vivieron en su momento los países del Cono Sur bajo las dictaduras militares. Los mal llamados “falsos positivos”, que no son casos aislados, así como el estímulo y promoción de los grupos paramilitares, constituyen una expresión de esta política.

¿Es legítima la lucha armada en la actualidad?
Aunque los escenarios internacionales han variado sustancialmente, en relación con los
contextos que en su momento hicieron posible pensar en la lucha armada como una vía para desarrollar las transformación políticas y sociales de los pueblos, hay que tener en cuenta que, a diferencia de otras experiencias latinoamericanas, en Colombia las guerrillas no surgen como una decisión de un grupo de hombres que, estimulados por la triunfante Revolución Cubana, ven en la lucha armada revolucionaria la vía para acceder al poder, sino como respuesta a un conjunto de situaciones objetivas: políticas, económicas y sociales, que permiten entender sus orígenes históricos. Ahora bien, en la medida en que a lo largo de estas últimas cuatro décadas estas condiciones de exclusión política y económica se han mantenido y el “terrorismo de Estado” sigue siendo una constante, la lucha armada en Colombia mantiene su legitimidad. El hecho de que el gobierno del presidente Juan Manuel Santos haya abierto una mesa de negociación con la insurgencia armada, en la que se pacta una agenda política, es de una u otra forma un reconocimiento de que las condiciones que la han alimentado siguen vigentes.

Si esas condiciones objetivas se mantienen, ¿se podría decir que Colombia es el mismo país de hace 40 años?
Eso no supone admitir que el país es el mismo de hace 40 años. Fenómenos como la urbanización, la expansión de la economía del narcotráfico que ha penetrado todos los poros de la sociedad colombiana, así como la implementación de las políticas neoliberales con sus nocivas consecuencias sociales, le ha dado al país otra fisonomía y, por lo mismo, ha puesto en el escenario nuevas expresiones de organización social. La misma insurgencia ha sufrido profundas transformaciones: las FARC que pactó la tregua bajo el gobierno del expresidente Betancur no es la misma que abrió los diálogos en la mesa de negociación de Oslo. Se observan cambios en su discurso y una apertura hacia otros sectores sociales. Sin embargo, hay elementos estructurales que se mantienen, no por casualidad uno de los primeros puntos de la agenda tiene que ver con el tema agrario que, lejos de resolverse en estos 40 años, se ha agudizado por el desplazamiento y el despojo del que ha sido objeto la población campesina por parte de los grupos paramilitares y los ejércitos privados del narcotráfico. Del mismo modo, y pese a los cambios que significó la Constitución de 1991, las garantías para la oposición política y social siguen siendo un objetivo por alcanzar en un país donde ocurren el 60% de los asesinatos a sindicalistas del mundo y donde, en el último lustro, han sido investigados por sus vínculos con los grupos paramilitares más de 200 congresistas de la República, para no hablar de los más de 3 mil militantes de la Unión Patriótica asesinados, crímenes que en su mayor parte se mantienen en la impunidad.

¿Cree en el proceso de paz que inician las FARC y el Gobierno Nacional?
Creo en el diálogo como una salida política al actual conflicto armado y social. El éxito del proceso de paz que se adelanta en este momento dependerá no sólo de los compromisos asumidos por las partes, sino también de la necesaria participación e impulso de amplios sectores de la sociedad colombiana, del amplio espectro de organizaciones sociales y políticas que puedan hacer realidad los profundos cambios económicos y sociales que requiere Colombia para poner fin a esta guerra que desangra al país.

Aunque ya se encuentran definidos, ¿cuáles cree que deberían ser los puntos básicos de discusión en el marco de ese proceso de negociación?
Considero que los cinco puntos que están contemplados en la agenda que se definió previamente son básicos para iniciar cualquier proceso de diálogo en el país. Es cierto que a diferencia de los diálogos que se llevaron a cabo en Tlaxcala y, posteriormente, en El Caguán, el tema económico no aparece enunciado de manera explícita. Es innegable que cuando se aborden los temas específicos de la agenda pactada, como el problema agrario, por ejemplo, necesariamente tendrá que plantearse una discusión sobre el modelo económico dominante.

En este proceso, es claro que hay inamovibles de parte y parte. ¿Cuáles son los inamovibles que usted pondría sobre la mesa?
A mi juicio el único inamovible sobre la mesa debe ser la superación definitiva del conflicto armado y social.

La Ley de Víctimas y la de Restitución de Tierras han representado, por lo menos, unos pasos en otra dirección por parte de Juan Manuel Santos. ¿Las considera suficientes?
La Ley de Víctimas y la de Restitución de Tierras constituyen un paso importante en el reconocimiento del conflicto interno que se desconoció durante el gobierno del expresidente Uribe. Sin embargo, son muchas sus limitaciones en términos no solo de la cobertura y las trabas burocráticas a la aplicación de las mismas, sino de la ausencia de garantías para la vida de los reclamantes. Una verdadera Ley de Víctimas y de Restitución  de Tierras pasa por el combate frontal a los grupos paramilitares y las organizaciones criminales que han sido responsables del despojo de más de 6 millones de hectáreas a los campesinos.     

Fuente: Revista Virtual DELAURBE No. 61. Periodismo universitario para la Ciudad. Palabras Propias. Págs.18-19.
Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia., Octubre de 2012. Año 13.








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